Un cuento para Fátima

Un cuento para Fátima

El sol se colaba por los ventanales de madera de cedro. Las golondrinas cantaban anunciando la mañana y un intenso aroma a azahar inundaba toda la estancia.

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– ¡Fátima! Despierta cariño. Me han dicho que hoy no te encuentras bien.
La Sultana se aproximó a la muchacha que yacía en el principesco lecho. Sus largas pestañas se abrieron lentamente. Como una flor. Y dejaron ver unos ojos negros y brillantes como el azabache. Un suave murmullo escapó de sus labios de coral.
– ¡Buenos días madre! Lamento comunicaros que, de nuevo, no me siento bien.
Desvió su triste mirada hacia el árbol que asomaba por la ventana. Le llamaban el árbol risueño porque los niños decían que reía cuando jugaban cerca. ¡Cuántas veces había jugado bajo su sombra! Cuando todos sus actuales dolores todavía no existían. Sin duda eran épocas mucho más felices.

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La Sultana tomó suavemente la mano de la princesa y la acarició.
– Quiero que sepas que tu padre, el Sultán y yo, vamos a hacer todo lo que esté en nuestro poder para que recuperes la sonrisa y tu mal desaparezca para siempre.
– Gracias madre.
Fátima sonrió levemente y cerró sus ojos de nuevo. Su madre permaneció a su lado hasta que se durmió. Después, suavemente y con cuidado de no despertarla, se retiró de la estancia.

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Mientras tanto el Sultán se hallaba reunido con varios de sus ministros. Departiendo sobre asuntos del reino. Había que hacer la guerra aquí y allá. Había que construir tantas nuevas fortalezas. Había que preocuparse de la sequía en las tierras del sur, etc…
Aisha, la Sultana, caminaba con resolución por los pasillos de palacio acompañada de sus damas de servicio. Las puertas se abrían a su paso y los sirvientes se inclinaban ante ella. Sin embargo, ella sólo tenía un pensamiento en la cabeza: Llegar ante el Sultán.
Finalmente, la Sultana y su comitiva, llegaron ante una enorme puerta de roble. Una cortina roja evitaba que se pudiera ver lo que sucedía al otro lado. No obstante y dada la gran cantidad de soldados que permanecían en el exterior podía adivinarse que ocurrían cosas muy importantes al otro lado del gran pórtico.
– Solicito poder ver al Sultán. – La voz de Aisha tenía la firmeza de quien se sabía con autoridad para emplearla.
El soldado principal contempló a la comitiva femenina con incredulidad. Llevaba muchos años guardando al Sultán durante sus reuniones políticas y jamás había tenido que vérselas con una situación parecida. Recordó las palabras de los vecinos del pueblo donde se crió, diciéndole que había sido una gran suerte, cuando fue elegido para servir en palacio. “Si ellos supieran” pensó.
Suspiró levemente y rezó para que el Sultán no se enfadase demasiado por haberle interrumpido. Después de eso se inclinó ante la Sultana y le dijo:
– Iré a ver.
La Sultana asintió con satisfacción mientras contemplaba como el soldado se introducía bajo la pesada cortina roja guardada por otros soldados. Al cabo de unos minutos se escucharon algunas voces detrás del pórtico.

El Sultán se había levantado tranquilo esa mañana, había mirado al cielo y había pensado que sería un día excelente.

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Pero, en esos momentos y sentado a la mesa junto a sus ministros, había sentido una mano en su hombro. No se lo podía creer. ¿Quién osaba interrumpir la reunión? Sólo él tenía poder para hacerlo. Se giró rápidamente y sólo pudo ver a un delgado y asustado soldado de su guarda personal.
– Mi Sultán – Comenzó a decir el soldado. – Disculpadme, pero la Sultana solicita verle.
El enfado del Sultán se tornó en preocupación. Sin duda Aisha, su esposa, no le habría interrumpido de no ser algo verdaderamente importante.
– Muchas gracias soldado. Dile que ahora la veré – respondió el Sultán. Seguidamente se dirigió a sus ministros y ordenó un receso de la reunión hasta después de que hablara con su esposa. Los ministros se retiraron por una puerta secundaria.
El soldado suspiró aliviado y se retiró con el recado para la Sultana.

La comitiva femenina esperaba tras el pórtico flanqueado por el resto de soldados. Después de unos minutos el soldado principal salió y se inclinó ante la Señora.
– El Sultán la verá ahora
Aisha sonrió. No esperaba menos de su marido. Le conocía bien. Se escucharon algunas risillas de entre las mujeres de la comitiva.
– Gracias – Respondió la Sultana con una gran sonrisa.
No pasó más de unos minutos cuando el Sultán hizo pasar sólo a su esposa. Era la primera vez que visitaba la estancia donde se debatían asuntos de estado.
– ¿Qué sucede Aisha? Cuéntame. – Comenzó el Sultán
– Querido esposo – Respondió Aisha – Nuestra hija Fátima está enferma otra vez. No soporto la idea de verla sufrir constantemente. Hemos de hacer algo para encontrar la cura al mal que ataca a nuestra hija. No puede seguir así. Estoy segura de que, con tu gran inteligencia, pronto encontrarás una solución.
El Sultán bajó la cabeza con preocupación. Había rezado para que aquello tan importante que había impelido a su esposa a interrumpir el Consejo de Ministros no tuviera que ver con su hija. Pero Aisha tenía razón. Había que buscar una solución.
– No te preocupes querida Aisha. Buscaré una solución esta misma tarde. – Respondió lenta y tristemente el Sultán.
– Te lo agradezco querido – Aisha sonrió satisfecha.

El día transcurrió rápido para Fátima pues durmió mañana y tarde para no tener que sentir el dolor. Su madre estuvo todo ese tiempo a su lado. Cuando anocheció se retiró de la estancia suave y silenciosamente para buscar a su esposo y conocer la decisión que había tomado
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El gran salón de palacio estaba compuesto por el salón del Trono y un amplio comedor. El conjunto era espacioso para acoger a invitados de tierras lejanas y demás miembros de la corte. Por lo general sólo estaba lleno durante las celebraciones importantes y recepciones oficiales. Los demás días sólo era utilizado por la familia del Sultán y las familias nobles que residían en el palacio. Aisha entró y caminó hacia su marido.
– Buenas noches querido.

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Sentado a la mesa, el Sultán alzó la vista y observó a su esposa. “Cada día está más bella”, pensó. Aisha tomó el lugar protocolario que le correspondía en la mesa. Después miró fijamente a su esposo y preguntó:
– ¿Has pensado ya en una solución para el problema de nuestra hija?
El Sultán suspiró fuertemente y se acomodó en la silla. Temía esa pregunta porque la respuesta no era sencilla al implicar un gran cambio pero ya había tomado una decisión.
– Querida Aisha: Nuestra hija ya es mayor y va siendo hora de encontrar un marido para ella. Quiero que sea alguien que pueda demostrar que puede cuidar de ella a pesar de su enfermedad. Por eso he pensado que lo mejor será convocar a los príncipes de las tierras vecinas para proponerles que sean ellos los que encuentren
un remedio para Fátima. El que antes lo consiga se llevará la mano de la princesa. ¿Qué te parece?
Aisha lo miró con admiración. Era una idea brillante. Y se alegraba de ver que Fátima, a pesar de su enfermedad, iba a casarse. Sin duda el Sultán era un hombre muy inteligente. Aisha se alegraba de haberse casado con él y así se lo hizo saber.
El Sultán suspiró aliviado de ver que a su esposa le había parecido buena idea.
– Mañana a primera hora convocaré a todos los príncipes. – dijo con resolución y comenzó a comer.

A la mañana siguiente el Sultán emplazó a que sus ministros se congregaran junto a él en la sala de reuniones para debatir acerca de los detalles políticos que una boda real conllevaba. Finalmente se citó a un mensajero para cada una de las direcciones en que se extendía el reino y se les dio órdenes de comunicar a los príncipes de las tierras vecinas que se ofrecía la mano de la princesa Fátima a cambio de una cura para su enfermedad.
Pasaron los días y las semanas. Al cabo de una luna comenzaron a llegar los príncipes. Fátima los miraba desde las celosías de sus aposentos y desconfiaba de todos. No quería casarse todavía pero reconocía que era la única manera de encontrar una cura para el mal que le aquejaba.
Los príncipes acudían al Salón del Trono, se presentaban al Sultán y traían regalos de cada uno de sus países. A Fátima no le gustaba ninguno.
Al tercer día, desde que comenzaron a llegar los príncipes, llegó a palacio el príncipe Omar. Heredero del país cercano a las tierras del este. Su cabello era moreno como la noche, sus ojos eran profundos y oscuros como los cedros del Líbano y su tez era clara como la luz de la luna. Cuando Fátima le vio entrar al Salón del Trono e inclinarse ante su padre supo a quién pertenecía su corazón y quien quería que ganase el reto propuesto por el Sultán.

Esa misma noche, durante la recepción oficial a los príncipes en el gran salón de palacio, Fátima pudo llegar hasta la columna que había justo detrás del príncipe Omar y aguardó hasta que no hubiera gente cerca. Entonces le llamó con un susurro de forma que sólo él pudiera oirla:
– ¡¡¡Pssst, pssst!!! ¡Príncipe Omar…!
El príncipe Omar giró su cabeza pero no vio a nadie. Sólo una columna de mármol que parecía decir su nombre. Se puso en pie con disimulo y caminó hasta allí para ver quién le llamaba. Entonces su cara se tornó en sorpresa.
– Princesa Fátima ¿Qué hacéis vos aquí detrás de una columna? Este no es lugar para vos. Por favor volved junto a vuestro padre.
Pero la princesa no se movió del lugar. Bajando la vista y la voz se dirigió al príncipe:
– Alteza, sólo quiero que sepáis que mi corazón os pertenece a vos y si este hecho puede ayudaros en vuestra tarea os diré que deseo, con todo mi ser, que seáis vos quien encontréis el remedio y ganéis mi mano.
Seguidamente Fátima le entregó un broche con el sello real y añadió.
– Mientras os encontráis buscando el remedio quiero que me recordéis. Tal vez así podáis tener más suerte y volver antes a mi lado.
El príncipe no podía creer lo que estaba sucediendo. Había oído rumores acerca de la belleza de la hija del Sultán pero la realidad superaba todas las expectativas.
– Mi Señora. Muchas gracias por vuestra confianza. Quiero que sepáis que mi corazón es, también, sólo vuestro. Encontraré el remedio y me desposaré con vos. Tenéis mi palabra.
Fátima sonrió muy contenta. Estaba segura de que sería así. Por eso le deseó la mejor de las suertes y se retiró en silencio por detrás de las columnas.

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A la mañana siguiente y con las primeras luces del alba, todos los príncipes partieron hacia tierras lejanas. Cada uno en una dirección. En pos de un remedio para la princesa que, contemplaba la escena, desde los ventanales de palacio. El corazón le dio un vuelco cuando vio salir al príncipe Omar y otro cuando este se volvió para mirar hacia su ventana. Lanzó un beso al viento y se ocultó. Deseaba más que nada en el mundo que tuviese éxito en su misión.

Los días comenzaron a pasar y con ellos las semanas y las lunas. Pronto pasaron también las estaciones: La primavera, el verano, el otoño, el invierno y de nuevo la primavera. Al principio Fátima contaba cada día esperanzada por ver el regreso de Omar pero las horas del día pasaban y en lugar de Omar llegaba la noche. Fátima comenzó a perder la esperanza.

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Una tarde de primavera la princesa paseaba por el jardín de palacio. Atravesó zonas de todo tipo de flores: margaritas, rosales, jazmines, naranjos y cerezos en flor además de otras especies de las que desconocía su nombre.

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Finalmente llegó hasta el árbol risueño, el que se veía desde su ventana y donde tanto había jugado cuando era niña. Cuidadosamente se sentó bajo su sombra.

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Entonces recordó al príncipe Omar y comenzó a llorar. Un poco al principio pero las lágrimas comenzaron a derramarse por su rostro como las gotas de rocío bajando por los pétalos de una flor.
– Por favor ¡detente! No soporto ver a nadie llorar. – Una voz aguda y chillona se escuchó detrás de ella.
Fátima se giró rápidamente pero no vio a nadie. Todo estaba en silencio. Pensó que había sido su imaginación y siguió llorando.
– No. Para, por favor. No puedo ver esto. – Volvió a decir la misma voz.
Esta vez Fátima estaba segura de que había oído una voz.
– ¿Quién eres? – Preguntó.
Dos figuras humanas diminutas con alas transparentes de ángeles pero resplandecientes como el sol aparecieron delante de ella.
– Soy el hada de la poesía. Me ocupo de que todos los versos rimen y que los poemas sean bellos. Todo el mundo me llama Sita. Tú también puedes llamarme así. – Dijo una de ellas.
– Yo soy el hada de la música. Me ocupo de que todas las canciones tengan ritmo, melodía y de que sean hermosas. Todo el mundo me llama Musi. Tú también puedes llamarme así. – Dijo la otra.
Fátima se frotó los ojos con incredulidad. No sabía que existieran las hadas. Creía que eran leyendas sin fundamento para dormir a los niños.
– Me alegro de conoceros. Yo soy…
– La princesa Fátima – Interrumpió Musi. – Soy una gran fan.
– ¿Una fan? ¿Qué es una fan? – Respondió la princesa.
Sita lanzó una mirada reprobatoria a Musi diciendo:
– Musi ¿Es que no sabes que la palabra fan todavía no existe? – Después, mirando a la princesa, le dijo – Sita os admira mucho y le encanta vuestra historia de amor con el príncipe Omar.
Fátima bajó la mirada cabizbaja.
– ¿Qué historia de amor? Omar todavía no ha vuelto de su viaje y yo cada vez me siento más débil. A este ritmo no va a encontrar con quién casarse cuando vuelva… Si es que vuelve…
– No seáis tan pesimista Alteza. Todo saldrá bien. – Respondió Musi.
– ¿Cómo lo sabéis? – Inquirió la princesa.
Sita y Musi intercambiaron miradas dubitativas.
– Tenemos prohibido interferir en las vidas humanas pero podemos ayudar. – Comenzó Sita.
– Todo lo que podemos deciros, de momento, es que el remedio está mucho más cerca de lo que creéis. – Siguió Musi.
– Podemos ayudaros si seguís nuestras instrucciones – dijo Sita.
Fátima miraba a las dos pequeñas hadas con los ojos bien abiertos.
– Por supuesto. Haré lo que me pidáis. Decidme. ¿Qué he de hacer?
Musi comenzó:
– Cuando el príncipe Omar regrese sólo tenéis que salir a recibirle con una diadema tejida con flores de vuestro jardín. Pero debéis tener mucho cuidado de lavaros bien las manos después de tocarlas y de que ningún animal las coma pues son muy venenosas si no se manipulan correctamente.
– Comenzaré enseguida. Decidme qué flores son y me entregaré a dicha tarea inmediatamente. – Contestó la princesa.
En ese momento apareció Sita volando. Traía un ramo de flores de un color lila precioso.
– Estas son las flores con las que debéis tejer la diadema. – dijo.
Fátima nunca se había fijado en dichas flores. Crecían en un lugar del jardín por el que, casi nunca, pasaba. Sin embargo tenía que reconocer que eran muy bonitas. Dio las gracias a las pequeñas hadas y se despidió muy contenta con el ramo de flores en la mano. Corrió a sus aposentos y comenzó a tejer la diadema.

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A la mañana siguiente la princesa despertó y miró por su ventana. En las lejanas colinas se veía una comitiva que se acercaba a palacio. Fátima tomó unos anteojos y vio que se trataba del príncipe Omar. Se puso muy contenta, se vistió, se puso la diadema de flores y se asomó por la celosía que daba al Salón del Trono observando cada detalle.

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El príncipe Omar flanqueó las puertas de la fortaleza y se encaminó al palacio. Uno de los sirvientes le acompañó al salón del Trono. Allí, se inclinó ante el Sultán y le informó de lo que había descubierto en su viaje.
– Mi Señor; En mi viaje por tierras lejanas he descubierto que su hija es víctima de una maldición lanzada por una malvada bruja que envidiaba el alma pura de la princesa Fátima. Dicha maldición se llama Fiebre Mediterránea Familiar y el remedio es una infusión diaria de una flor de color lila llamada Cólchico. Lamentablemente sólo tengo una en mi poder. Me temo que tendremos que buscar más.

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El Sultán bajó la cabeza tristemente. Se trataba de buscar una aguja en un pajar. Sin embargo, Fátima no se lo podía creer. Se trataba de las mismas flores con las que había tejido su diadema. Ahora comprendía a las hadas cuando dijeron que el remedio estaba mucho más cerca de lo que creía. Bajó corriendo y junto a los guardias, entró en el Salón del Trono.

– Padre, príncipe Omar – Dijo casi sin aliento y sonrojándose.
– ¿Qué ocurre hija? ¿Es tu madre? – Dijo el Sultán.
– No padre – Respondió Fátima mostrando su diadema de flores.
El Sultán abrió mucho los ojos.
– ¿De dónde has sacado estas flores Fátima?
– Del jardín. – Respondió la princesa – Crecen en el jardín y hay cientos de ellas.
Sonriendo, el Sultán miró al príncipe y le dijo:
– Ahora será mejor que os instaléis príncipe Omar. Tenemos mucho que organizar. Parece ser que tenemos una boda que celebrar.

Fátima se puso muy contenta. Nunca había sido tan feliz. Al día siguiente comenzó el tratamiento con las infusiones de Cólchico y nunca jamás volvió a ponerse enferma.
Al cabo de unas semanas se celebró la boda entre el príncipe Omar y la princesa Fátima. El vestido de la novia era precioso y su ramo, unas preciosas flores de color lila que crecían en el jardín, creó tendencia entre las damas del palacio por lo que se duplicó su cultivo. Dicen que se convirtieron en las flores preferidas de la princesa.

FIN

Escrito por: Mónica Inmaculada Tortosa Fito

Todos los derechos reservados ©

2 Comments
  • Irene Perez
    Posted at 13:22h, 16 diciembre Responder

    Nos ha encantado! Y a la princesa Fatima mas aun! Muchas gracias por su regalito😊

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